Testimonio de Yamandú Ortiz Gibert, Canelones

Resulta difícil para cualquier humano adulto y sensible ignorar la historia del Padre Pío, especialmente si se trata de un hombre que fue contemporáneo del Santo en los últimos años de su vida. Pero el involucrame personalmente en su devoción comenzó al conocer a don Juan Carlos Orge, el popular «Potato» de Bello Horizonte.
Ese hombre honestamente sencillo, de confianza generosa y palabra fiel, realizó el relleno sobre el que se comenzaría a construir «La Barataria» en 1993.
Y los materiales fueron siempre de la barraca del lugar, hoy propiedad de su hijo Wilson. Una enfermedad fatal lo acosaba desde hacía tiempo y, ante un diagnóstico definitivo y lapidario, decidió poner su existencia a los pies
del Padre Pío. Pidió tres años de sobrevida, comprometiendo ¿¡ su hijo ¿¡ erigir una ermita si se producía el milagro. Y resultó que, contra todo pronóstico médico, Orge logró ese tiempo y trascendió en paz. Su hijo Wilson comenzó a construir la ermita, y yo fui atento espectador – en cada visita a la barraca – de esa obra de
devoción que este año cumple sus primeros veinte años.

Hace tres años decidí conocer a fondo la técnica del mosaico, de la mano de una conocida mosaiquista argentina especializada en rostros. Cuando pidió que le enviáramos por mail una foto, el selector de mi computadora mail una foto, el selector de mi computadora eligió una del Padre Pío, sin más acción mía que oprimir el «enviar». Comencé el trabajo que fue deshecho y recomenzado varias veces: nunca me satisfacía, y le pedía al Padre iluminación o fuerza para el abandono, si era su decisión.

Tras casi dos meses de intentos, una tarde entré al taller a continuar, y no encontramos el trabajo ni en mi mesa ni en ningún lugar probable, ni mis herramientas ni lentes. Al otro día apareció todo junto dentro de una bolsa que desconocía, en un lugar insólito.

Dejé todo en mi mesa, y no volví en varios días; allí lo abrí, miré el rostro con más complacencia, y supe que estaba terminado.
Comencé a trabajar en las manos, y llamé a Wilson para proponerle hacer el mural en la pared trasera de la ermita.

Le entusiasmó la idea, y de inmediato procedió a la preparación del fondo, y a costear todos los materiales necesarios para la instalación. El resto es la misma obra, que fue mi primer mural y será el último – así lo prometía mientras luchaba por resolver las dificultades que me amenazaban – porque aún bajo soles
inclementes o fuertes chubascos quedaba ensimismado mientras mis manos trabajaban con otra guía que no era la mía, acomodando esas más de dos mil piedras que quisieron ser testimonio de la más pura fe.